Es un alma en pena que va arrastrando cadenas
que condena, es un grito de amor.
(Lucía Méndez)
que condena, es un grito de amor.
(Lucía Méndez)
Muchas veces me han
preguntado si creo en fantasmas. Y la verdad no es un tema que me obsesione o
que ocupe mi mente en el día a día, pero no he sido ajena a aventuras “sobrenaturales”
que entre risa y miedo han pasado a formar parte de las anécdotas familiares. Tal
vez de tanto contarlas, algún día, dejen de escarapelarme el cuerpo.
Far, far away
Uno de los viajes más
aventureros y largos de mi vida fue hacia las cálidas tierras de Sri Lanka, una
islita ubicada debajo de la India, de tonos marronosos y de gente espiritual y
tranquila. Corría el año 2006 y Giannina
y yo éramos compañeras de viaje para un taller internacional de comunicaciones
de la oficina. Para empezar, el viaje
había tenido un inicio accidentado. En el aeropuerto de Londres, seducidas por
un hambre insaciable (y una oferta irrechazable) nos habíamos adjudicado una
hamburguesa de 200 gr. con papas fritas, gaseosita, todas las salsas, etc. etc.
Pronto nos dimos cuenta que era tarde y corrimos hacia nuestra aerolínea, “Sri Lanka Airlines” donde unas amables
señoritas vestidas con Saris y
mostrando el ombligo nos indicaron nuestros asientos. Nos esperaban 9 horas de vuelo y nos preparamos para un buen
descanso cuando el terror empezó. El
peor cólico de mi vida (hasta con lágrimas) las 9 horas de viaje. Sinceramente
pensé que me moría. Las lindas sri lankitas no sabían que hacer (sorry madam, sorry) y optaron por
estirar dos asientos al fondo y mandarme a recostar. Llegué a Sri Lanka viva
felizmente pero con una barriga increíblemente más grande que la que ostento
por estos días (de 12 meses aprox.) y a-te-rro-ri-za-da.
Y el escándalo no terminó
allí porque llegando al hotel tuve la mala idea de consultarle al simpatiquísimo
botones sobre qué hierba tomar para mejorar mi situación. Esto originó una amplia entrevista sobre América
Latina, en particular sobre el Perú y que me preparara un brebaje color rojo
carmesí que hoy sospecho venía con polvos de aquellos para hacerte dormir,
porque luego del respectivo abrazo, apapache consolador y beso en la frente del
botones (¿qué les puedo decir?…me sentía
vulnerable!) se dedicó a llamar hasta altas horas de la noche a nuestro
anexo, hasta que decidimos no contestarle más. Gracias a Dios estaba con
Giannina, porque ese menjunje estoy segura traía segundas intenciones.
Pasada la noche en Colombo,
partíamos con todos los colegas hacia un Santuario donde se llevaría a cabo el
taller de 3 días y tuve la magnífica idea de comentarle sobre la amabilidad/efusividad del botones a
nuestras colegas sri lankitas. De pronto dejaron de hablar en inglés- y no
entiendo un pepino de cingalés ni tamil-, pero por la velocidad y la entonación
intuí que estaban muy MUY enojadas. Mi amiga Ramona (sí, es un nombre común en
Sri Lanka ¡?¡?) me explicó tratando de mantener la calma:
Dear Doris, here in Sri Lanka, even looking a woman in
the eyes is sinful. You have been disrespected in every way and this cannot be
tolerated.
JODER! Había sido víctima de una cuasi desfloración srilankita y ni siquiera me había percatado. Me enteré luego que el susodicho botones ya tenía varios puntos en su haber y el mío fue el que derramó el vaso. Igual me dio mucha pena saber que mis dolencias le habían costado el empleo a un joven y efusivo (y al parecer muy moderno) galán bollywoodense.
JODER! Había sido víctima de una cuasi desfloración srilankita y ni siquiera me había percatado. Me enteré luego que el susodicho botones ya tenía varios puntos en su haber y el mío fue el que derramó el vaso. Igual me dio mucha pena saber que mis dolencias le habían costado el empleo a un joven y efusivo (y al parecer muy moderno) galán bollywoodense.
Pero en fin, no fue ese
impase, ni las bombas que al parecer tenían predilección por explotar por todos
los lugares donde íbamos pasando (5 en total durante mi estadía), lo más
terrorífico de Sri Lanka, ni de lejos.
Nuestro verdadero terror
ocurrió a nuestro regreso a Colombo. Nos
hospedábamos por dos días en un hotel “de lujo” pero baratísimo para los estándares
del grupo (todo en Sri Lanka era baratísimo!)
y nos habían puesto en el ala nueva del hotel, todo el grupo junto por
supuesto en unas habitaciones amplísimas de techos altos. Acompañé a Giannina a
instalarse y cuando nos tocó ver mi cuarto empezó mi agonía. Lo recuerdo como si fuera ayer, entré a mi amplia habitación y sentí dos
cosas al mismo tiempo: una sensación de claustrofobia alucinante, como si el
techo me aplastara cada célula del cuerpo y un hedor terrible, como a carne
descompuesta, como a muerto… Le dije
al botones, “Señor, aquí huele muy mal y falta el aire”, pero él y Giannina me
miraban con cara de “perdió la chaveta” y no sentían (ni olían) nada de
nada. Sinceramente lo que sentía, sin el
menor atisbo de dudas, era que tenía que salir de allí a como diera lugar, así
tuviera que dormir en el jardín. Llamé inmediatamente
a recepción y le expliqué la situación a la administradora, que al parecer me
entendió rápidamente (a pesar de lo absurdos que me sonaban a mí misma mis
argumentos) y me pasó al ala vieja del hotel, a un cuarto mucho más pequeño
pero acogedor y libre del hedor maligno.
Ese día dormí como los
ángeles y me desperté fresca y lozana para empezar el taller. Pero Gianni no
había corrido la misma suerte. La delataban unas ojeras violáceas y una
expresión de ojo abierto más grande de lo habitual. “Chani, no he pegado el ojo. A las 3 de la mañana empezaron a correr por
el pasillo niños riendose a carcajadas y cantando en un idioma extraño.
Me asomé un par de veces y las voces paraban pero ni bien volvía a acostarme
empezaban nuevamente las carcajadas y cantos. Hoy me paso a tu cuarto, te lo
ruego!”. Y por supuesto que le di cobijo.
Y aunque el susto le duró
unos 2 meses en los que se despertó todos los días a las 3 am, ambas supimos
que habíamos dejado atrás lo peor de Sri Lanka, y que al lado de los botones atrevidos o las bombas, el premio se lo llevaba sin duda el pasillo número 3
del Grand Oriental Hotel of Colombo, donde la noche se reía a carcajadas de sus inocentes inquilinos.