Porque toda niña necesita un palacio para soñar...
Hace poco leía un artículo de una conocida periodista sobre los recuerdos de felicidad de la infancia…Muchos de los míos añejan en una quinta linceña de antaño, al lado del aquel entonces Cine Alhambra, con un nombre que hacía honor a su fragancia: Los Jazmines 314.
Era la casa de la otra reina de la familia Mejía: Doña Lucía
Graciela Leonor Mejía de Arce, o como yo la conocía: mi Titi Chela. La mayor de las Mejía, además de la más
tranquila y dulce. Siempre me habían contado la historia de los amores locos
entre mi papá Luchito y su hermana Chelita. “Yo
no voy si no viene Chelita” y viceversa. Esa era la frase célebre que
repetía una y otra vez la familia, aludiendo a que de chicos eran
inseparables. Y no es difícil de imaginar:
Lucho y Chela habían sido bendecidos con corazones atípicamente bondadosos y
probablemente se sentían espejo el uno del otro. Conchito en ese triángulo era la
líder nata, un poco más práctica, mandona y maliciosa, sin dejar de ser por
supuesto, maravillosa en su estilo.
Yo tengo recuerdos de la casa de los Jazmines desde mi edad
cero. Quedaba a 3 cuadras de mi quinta de Las Lilas y para mis estándares
estaba mucho más alto que el Palacio de Disney.
En primer lugar era una casa amplísima donde se vivía mucha tranquilidad económica. Ni bien entrabas quedabas atrapado en el tiempo al pasar de rigor a saludar a la Mamama Leonor (mamá de mi Tío Roberto) una limeña de pura cepa, guapísima, con mil arrugitas en su rostro de porcelana que en su tiempo fue bellísimo, y que conservaba el garbo y la elegancia de las mejores épocas de Lima (además del taco aguja número 12 –sin plataforma -que no se quitó ni al final de sus tiempos). La Mamama Leonor tenía todo un mini departamento en el primer piso decorado con cosas que hoy llamaríamos “vintage” finísimas (yo le tenía especial afecto a una muñequita de porcelana que me sonría siempre desde su consola) y con un extraño olor entre lavanda y naftalina que hasta hoy guardo fresquito en mis recuerdos linceños.
En primer lugar era una casa amplísima donde se vivía mucha tranquilidad económica. Ni bien entrabas quedabas atrapado en el tiempo al pasar de rigor a saludar a la Mamama Leonor (mamá de mi Tío Roberto) una limeña de pura cepa, guapísima, con mil arrugitas en su rostro de porcelana que en su tiempo fue bellísimo, y que conservaba el garbo y la elegancia de las mejores épocas de Lima (además del taco aguja número 12 –sin plataforma -que no se quitó ni al final de sus tiempos). La Mamama Leonor tenía todo un mini departamento en el primer piso decorado con cosas que hoy llamaríamos “vintage” finísimas (yo le tenía especial afecto a una muñequita de porcelana que me sonría siempre desde su consola) y con un extraño olor entre lavanda y naftalina que hasta hoy guardo fresquito en mis recuerdos linceños.
La casa de mis tíos empezaba propiamente en el segundo
piso. Esos eran los dominios de mi Titi
Chela que siempre estaba correteando entre la cocina, la sala y el tercer
piso. Esa cocina tenía algún extraño
encantamiento, porque de ella salía interminablemente comida abundante para los
que visitábamos esa casa, que éramos varios.
No tengo ni un solo recuerdo de un almuerzo tranquilo y sin visitantes
en la casa de mis tíos. De lo que si me acuerdo (con relamida mental) es de
unos deliciosos pasteles de fideos en salsa blanca que se gratinaban al horno y
que eran los favoritos de propios y ajenos. Esa cocina me trae también los recuerdos de mi
prima Chelita preparando con paciencia y exquisitez el manjar blanco para esos
pequeños pedazos de cielo que llamaba alfajores.
Era realmente el tercer piso el culmen de mis júbilos infantiles. Había que pasar primero por la misteriosa habitación de mi primo Robertito, que completamente empapelada de posters de cantantes, monos y otros divertimentos tenía como punto más álgido una inmensa cara pintada con cenizas en el techo que emulaba a algún famoso de la época (¿sería el Ché Guevara?). Lo que más recuerdo es un poster de un mono en un wáter que, con papel higiénico en mano – literalmente – se ca..ba de risa.
Mi mejor recuerdo de aquel recinto
es del día en que mi primo me presentó a Bobby, un perrito cabezón que no sé de
dónde se había agenciado y que sería el engreído por muchos años en la familia.
Era un perrote chusco hasta el extremo, pero de buenísimos sentimientos y fidelidad
acorde. Con mi primo Robertito nunca
hablamos mucho... Sospecho que en el matriarcado de las Mejía, él no se sentía
tan a gusto. Tampoco puedo recordar ningún tipo de rechazo o travesura hacia mi
persona, así que calculo que era buenísima gente y simplemente estaba en su
mundo juvenil, donde no quería ser molestado por primitas impertinentes.
En el ala derecha estaba mi Kilimanjaro: el cuarto de mi prima Chelita, quien reunía en una sola
Persona-Diosa, todos los atributos que yo quería en la vida: era guapísima
(perdón…es!!!!), habilísima con las
manos (sus dulces hacían suspirar a toda la familia), inteligente como ella sola
(no sólo dominaba el inglés, sino que parlaba Francés como la más elegante
parisina), y además de todo: era bailarina de Ballet! Lo que más quería yo ser
en la vida! (Hay que reconocer que mis
improvisaciones en casa bailando “ballet” delante de mis papás habían sido de
lo más infructuosas, porque “hijita, ese
es un deporte para gente con plata”).
Además de todo eso, tenía la colección más impresionante de stickers,
papeles de carta y llaveros provenientes de los más exóticos parajes. Para coronar el paraíso, tenía una muñeca
gigante, del tamaño de una niña normal, que podía caminar si la llevabas de la
mano y que alardeaba de una colección completa de ajuares, vestidos, gorros y
demás artilugios con los que diariamente la ataviaban. Yo tenía estrictamente prohibido intimar con
la dichosa muñeca, pero eso no impidió que me la prestara a veces y bajo
estricta supervisión para caminar de su mano y sentirme en la gloria. Finalmente estaba el closet! Ese closet
fantástico que escondía patines, disfraces, juegos y el libro gordo de petete,
que en mi infancia era “el libro”. Creo que podría haber vivido en ese closet y
muerto ahí mero, asfixiada pero dichosa.
He de confesar que fui beneficiaria permanente de aquel
clóset y heredé mucha ropa linda de mi prima, además de juegos y cosas bacanas.
Cheli fue lo más cercano a tener una hermana mayor, a quién admirar y de quien
alardear en el cole. Además fue siempre
mi referente en todo: “Tienes que hacer
como Chelita…” “Mira cómo se porta Chelita…”, “Acaso Chelita diría algo así?”
versaban las titis… y puedo decir con sinceridad que eso nunca me molestó, al
contrario…siempre quise conocerla más porque en aquél entonces, nos separaban
varios años de madurez y su estilo misterioso y callado que sólo se rompía para
soltar una de esas carcajadas tan propias de ella o colocarme un buen “cara de moco” o determinar ante alguna
locura mía “…es que está en la edad de la
cojudez”.
Me alegra que hoy nos
sintamos más cerca y que podemos contar la una con la otra, me alegra más aún
que siga siendo la chica guapísima y talentosa que tiene a La Punta de rodillas
con los mejores dulces criollos del mundo y verla hoy como una mujer libre,
divertida y con las mismas carcajadas de siempre! Esas que nos contagian a
todos. Quién imaginaría en esas épocas que sería mamá de dos muchachones que
hoy nos sacan varias cabezas y que son, por encima de todos sus atributos,
excelentes y preciosas personas.
Volviendo al recorrido, llegaba al último cuarto, al de mi
Tío Roberto, allí lo recuerdo a él, fresquísimo, con su bivirí, su bata y sus choretes
celestes, mirando su televisión como un grand
pachà. Pasaba a saludarlo y me soltaba un “apúrate sobrina que estoy viendo
el partido y a joder a otra parte”. A
ese cuarto pasaba religiosamente cada 28 de Julio y 24 de Diciembre ante el
grito “JUANITA, SUBE!!!”, para recibir de las generosas manos del tío un
sobrecito con su billetito más, “para que
te vayas a la feria del hogar y te dejes de joder un poco” con un tono cariñoso que implicaba todo lo
contrario. Lo cierto es que me alcanzaba para la feria, el circo, la renovación
de vestido y calzado de charol y un cinecito con los papás (sé también de buena
fuente, que mi papá era beneficiario permanente de su clóset y probablemente –
no lo dudo- de los apoyos del tío para mi educación).
Y así pues, la segunda quinta que llevo en el corazón es
esa, la de Los Jazmines. Donde a diario nos recibieron a mi papá y a mí como si
fuéramos de la casa. Donde mi mamá, con esfuerzo, sazón y toneladas de cariño
se supo también ganar la llave de la casa y el cariño de mis tíos, y donde pude
soñar despierta que mi familia no era de tres, sino de muchos.
Cada vez que visito
a mi queridaTiti (que para mi vergüenza
es mañana, pasado y nunca), se ríe con su risa de niña buena, acordándose de
cómo se comía mi lonchera de chiquita y cómo yo la resondraba “Titi, la próxima
vez que usted se coma mi lonchera la voy a acusar con mi mamá” y lo cierto es
que me llevaba de la mano casi todos los días al nido, y lo cierto es también
que no podría alcanzarme la vida para darle suficientes loncheras para picar y para
agradecerle por haberme acogido siempre con tanto cariño en su casa. Tal vez ella piense que es la segunda favorita, luego
de mi Titi Conchito, pero lo cierto es que no podría dividirlas, eran el yin y
el yang, dos partes que engranan perfecto en mi corazón y en mis recuerdos de
felicidad.