domingo, 26 de enero de 2014

La chica de Lince

Las Lilas 193, Lince. Esa era mi dirección cuando vine al mundo, hasta los 10 años. Vivíamos en la segunda casa de una quinta de piso empedrado, frente al parque Santos Dumont.

Recuerdo que hace unos años – en medio de una clase de liderazgo alternativo- me sorprendió mucho que ante la indicación de imaginarnos en la puerta de nuestra casa, mi imaginación no volara hacia la puerta de madera tallada de mi depa, sino más bien hacia la puerta de vidrio que daba a la cocina de mi casita de Lince.

Allí mis papis daban pensión a un promedio de 20 personas, principalmente estudiantes de provincia y para ese fin habían aprovechado hasta el último rincón de la casa para ampliar las capacidades de alojamiento al máximo.  Recuerdo que mi infancia estuvo plagada de caras y personajes que estoy segura darían para un libro cada uno.  Lo más notable: un dibujante al que mi mamá le pagó el equivalente a 10 soles para que me enseñara  a echar pluma, con él aprendí a hacer caras, manos, árboles y sobretodo a descubrir mi gusto por el arte. También estuvo “Blanqui”, oficialmente la primera persona gay con la que lidiaba en mi corta vida, y por supuesto quien me tenía fascinada. Ella vivía en un cuartito cerca a la sala y lo tenía completamente saturado de posters, discos, stickers y lo principal: cantaba como los ángeles. Con ella aprendí “por qué se fue, por qué murió”, canción que por algún motivo me tenía loca y que le hacía repetir incansablemente y con paciencia de santa, acompañada de su guitarra.

En el último piso, vivía mi tío “Viejo”, que por supuesto en esas épocas de viejo no tenía nada, era más bien un joven empeñoso, estudiando su carrera de leyes. Subir a su cuarto era como llegar a la torre del castillo. Había que atravesar una empinada escalinata de madera, que - en mi imaginación de niña-  recordaba firmemente haber roto una vez, caído luego por los aires desde el último escalón hasta el tercer piso  y haber sido ingresada cubierta en sangre a la clínica para posterior costura de barbilla. (Luego mi mamá me contó que en realidad eso no había pasado nunca y que me había tropezado en la puerta de la casa, estrenando mis “chancletas” nuevas). Lo cierto es que costura de barbilla hubo y cómo un niño quiera imaginar las causas es un derecho infantil que todo el mundo tiene!

Anyway,  lo del tío lo cuento porque su máxima diversión en esas épocas era pasarme bromas. No fueron pocas las veces que recibí piedritas envueltas como caramelo, deliciosos chocolates que resultaban ser pedazos de madera y todo lo que a su traviesa imaginación se le ocurriera. De vez en cuando, con sus escasos ingresos de estudiante y su corazón de pura azúcar, también me regalaba un heladito de verdad, que al parecer – y lo reclama hasta el día de hoy - no quería yo compartir con él ni con nadie, generando vendetas envueltas en lustrosos y falsos papeles de regalo ; ). Resultó que el tío tenía además una habilidad especial para trabajos en madera, así que tenía en mí a su más ferviente admiradora mientras serruchaba, pulía y armaba muebles bellos que hasta hoy mi mamá luce en su depa.

La pensión era una fuente inagotable para la imaginación, y no contenta con todos los personajes que acompañaron mi infancia, tenía – como buena hija única- una compañera imaginaria (Jeny), a quien mi mamá tenía que servirle su plato de comida, llevarla de paseo y todo como correspondía a mis pedidos de buena hermana.  En esas épocas, el concepto de “nana” estaba bastante lejos de Lince y alrededores. Así que ahora me pregunto cómo haría mi mamá para administrar la pensión (limpiar, cocinar para cerca a 30 personas todos los días, lavar, etc.) ver por mi papá y encima estudiar conmigo, contarme cuentos, cantarme “Niño del Puna” (la canción más triste ever) y llenar mi infancia de recuerdos en los que siempre ella está presente.  Superwoman se queda chica frente a tales habilidades.  Recuerdo a mi titi Concho renegando como si fuera ayer “Tu madre nunca va a hacer plata!, cómo pues va a servirle tremendos bistecks a los pensionistas, pobre mi hermano!!!” jajaja. Cierto…los que han tenido el gusto de probar la sazón de Doña Juana saben que no miento: experta y generosa cocinera, no dudaba en llenar los platos de los pensionistas con deliciosos y abundantes manjares, y daba “repeticuá” orgullosa de la aceptación de sus platos.  
Seguramente si en esos tiempos hubieran hecho un cuadro de ingresos/egresos, el saldo habría sido negativo; pero estoy segura que mi mami tocó las vidas de muchas personas solitarias que encontraron calor de hogar en la pensión de Las Lilas y que hoy la recuerdan con cariño y eso compensa con creces el no haber podido “hacer fortuna”, que finalmente, nunca fue el interés de mis padres.  Increíble verla ahora como empresaria, aún tocando la vida de muchas mujeres que ven en ella un ejemplo. Y vaya que lo es!

En esa casita abarrotada fui muy feliz, y si quisiera guardar un solo recuerdo de mi papá, sería allí, fumando como chino en quiebra, comiendo rico, viendo su tele en blanco y negro (trampolín a la fama, risas y salsas, fútbol…) y roncando el domingo a pierna suelta en su sillón favorito.  Que vida tranquila y placentera la de los linceños. 

Las Lilas 193, siempre serás mi casa de corazón y mi mejor recuerdo de haber tenido, a pesar cualquier problema, una infancia feliz.